Fernández y Malaver, dos poetas colombianos
Paisajes del ser y peregrinación espiritual
ESPECIAL/EL NUEVO HERALD
Por Elena Tamargo
Fundador y director de Ediciones ENTRELETRAS, Jaime Fernández Molano es un incansable promotor de la poesía y la cultura colombianas, pero es también poeta. Filo de ausencias, su quinto poemario, es un libro de viajes, de llaneridad, no la que privilegia los paisajes geográficos sino la que habita en los paisajes de ser, los que oscilan entre la realidad y la imaginación de un aventurero preocupado por los pedazos de mundo, el suyo, «navegante de los afluentes sin tiempo señalados por la literatura»; como él se define en Lazarillo, uno de los textos del libro, donde el poeta, a fuerza de destreza de lenguaje, consigue definir lo indecible y dar valor a lo inexplicable.
Crueldad, humor negro, corrosión, están presentes en textos como Abalizo: «Cuando lamo/ esa llaga/ agridulce/ que hay/ por dentro,/ sé que también/ el alma/ se pudre», pero también mucha ternura cuando le llama a los amigos, »Dioses que salvan/ que alivian. Canto al oído». Fernández Molano se vale de un recurso muy moderno, el del poeta fracturado, trunco, que es la división intencionada del verso, en el caso de él especialmente evidente, porque sus versos son cortos, y a pesar de ello, los convierte en pedacitos, para exaltar la condición del ser dividido, cuarteado, con que se define en otro poema extraordinario como Punto de partida, donde dice: «la punta del alfiler/ hiere mis ojos./ Al lado inverso/ de la luz/ deseo encontrar/ viejas cenizas/ que hablen/ de mi existencia». La voz poética de Fernández Molano es un grito que atraviesa el llano, es el auxilio que pide el hombre que se devora sin piedad la luz del firmamento mientras teje su paz »sobre el azar/ de nuestro destino».
Filo de ausencias es la experiencia de un hombre rescatado del mundo por sí mismo, cuestionador, abstracto, subjetivo, cosmogónico y llanero, que confiesa en su dedicatoria haber construido su poética bajo el fuego de sus amigos y tener depositada toda la fe en sus días. El libro está ilustrado y diseñado con exquisito cuidado, en un papel muy noble y adecuado a la poesía y con una impecable impresión.
Leer a Olga Malaver es una operación que consiste en ver al través de sus palabras. Objetos que nos miran evocan no sólo una excursión a los confines interiores por caminos poco frecuentados, sino también una peregrinación espiritual, una expedición como ejercicio poético. Poemas, cuadros, una mesa, un paisaje descrito, utensilios, enseres, muebles, herramientas, artefactos, espacios arquitectónicos son objetos verbales o visuales que simultáneamente se ofrecen a la contemplación y a la acción imaginativa del lector espectador, con economía verbal y objetividad, muy japonesas, y una admirable correspondencia entre lo que dicen las palabras y lo que ven los ojos, y a los objetos no sólo los nombra, también los anima, los carga de significados con una objetividad casi fotográfica.
En los momentos más afortunados del libro la objetividad de Malaver confiere a todo lo que sus ojos descubren un carácter religioso de »aparición», un voluntario inacabamiento, una suerte de conciencia de la fragilidad y precariedad de la existencia, conciencia de aquel que se sabe suspendido entre un abismo y otro. El arte japonés, de quien la poeta es deudora, en sus momentos más tensos y transparentes, nos revela esos instantes —porque son sólo un instante— de equilibrio entre la vida y la muerte.
Se ha dicho que en el arte japonés hay una suerte de exageración de los valores estéticos que, con frecuencia, degenera en esa enfermedad de la imaginación y de los sentidos llamada »buen gusto», un implacable gusto que colinda en un extremo con un rigor monótono y en el otro con un alambicamiento no menos aburrido, si bien en la poesía de Malaver este rasgo es palpable, la sencillez en la construcción de sus metáforas y, especialmente, en sus descripciones la salvan de esa perfección fría como cuando advierte, en uno de los textos del libro, que su jardín no es un jardín Zen, porque »carece del símbolo purificador de los lotos/ de la arena virgen blanquecina/ y de una roca para reconvertir la distancia del sol con los planetas», pero también asegura que su jardín »no es para meditar/ es para experimentar la emoción/ hasta el sobresalto/ y contemplar mi verdor salvaje/ encajado entre piedras talladas/ es emitir una amistad/ que el cosmos me devuelve».
Con una decena de libros de poesía publicados en los que la poeta privilegia recursos como una economía de palabras y un estilo que guarda fidelidad a la forma sensible de sus descripciones, su poética se destaca por la reflexión filosófica, que ha dejado sus pretensiones de verdad absoluta, de explicación total del universo, para ser esencialmente válida por su razón estética y expresiva, sin cuestionar los conflictos entre individuos, más bien descifrando al mundo a través de los objetos. Economía verbal, humor, lenguaje coloquial, amor por las imágenes precisas y descripciones exactas e insólitas, son algunos de los elementos con que se sustenta la fina y exquisita obra de Olga Malaver.
Elena Tamargo nació en La Habana, Cuba (en 1954) y murió en Miami (en 2011). Fue germanista y filóloga; doctora en Letras Modernas, académica, ensayista y poeta. Traductora de la obra de F. Hölderlin. Colaboró como comentarista de libros en El Nuevo Herald. Entre sus libros se encuentran: Sobre un papel mis trenos, Habana tú, El caballo de la palabra, El año del alma, Poesía de la sombra de la memoria y Bolero, clave del corazón. El día de su muerte iba a presentar su poemario Días ya vacíos (Bluebird Editions, 2011).
El presente artículo fue publicado en 2010, en el diario El Nuevo Herald.