El ruido de las sombras
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En El ruido de las sombras, de Germán Antonio Portela Yaima, confluyen como en un milagro, las distintas vertientes del asombro. Lo hacen con la sigilosa cadencia del silen-cio, ese «cojo lazarillo de la noche» que silba un réquiem, amontonando en sus labios las notas de un macabro sortilegio, pero también llegan a nosotros como el estribillo de una canción sin compás interpretada en el enloquecedor laúd del lenguaje. En el delicado y vívido tejido de sus imágenes bien logradas, el gozo se destila «en las probetas de la noche» y la angustia «se hace espuma entre los labios», haciéndonos cautivos de su prodigioso talento y su embaucadora ternura.
El ruido de las sombras es una obra magnífica, vital, necesaria, que sacude las fibras más íntimas del lector con su voraz diatriba y lo atrapa en su poderoso influjo, para ayudarle a olvidar que «nos fabricaron para ocho horas por jornada» y que después del cataclismo de la madurez en que crucificamos la esperanza y ahogamos la inocencia, no nos queda más que «contar los centavos en las tardes». Es su voz una melodía en fuga, que, como mágica letanía, en cada uno de sus frenéticos latidos ahuyenta el sino de aquellas almas «condenadas al abandono».
La vida vista a la luz de sus poemas, aunque lleva ese «sinsabor de una patria personal» que nos transporta de vuelta a la infancia, presiente como un grito a través de la noche, la muerte, a la que intenta seducir, para que nos vista de ausencia, en melancólico delirio ante la figura pater-na, ese «roble que danza inagotable», «cubre con hermosa desnudez las costras de los años», y aún herido, se mantiene vigoroso como el fuego que bulle en estos versos. De singular belleza resulta el poema en homenaje a su padre, como también el que dedica a su madre —Reminiscencia. Nos recuerda el autor que todos nos hemos visto o nos veremos atravesados por el dolor de ese adiós que no quisiéramos vivir, y que las expresiones más sinceras del afecto son, quizás, las que nunca nos atrevemos a pronunciar.
En las vibrantes páginas de El ruido de las sombras, nos encontramos para danzar al compás del latido mismo de la vida, ante cuya sinfonía, la guitarra «abre sus brazos» para «fecundar el olvido» y recordarnos que la poesía, la buena poesía, como la de este libro, es ese milagro profano que «estalla en las entrañas» y nos «mantiene a flote» en medio de las vicisitudes del destino, aún con «las puntas del alma mutiladas».
Diana Carol Forero




